Cualquier semejanza con la realidad puede que no sea mera coincidencia

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  • norte - Mi corazón idiota, como dice la canción, pero ya no brilla. Recorro tus calles, en silencio, algo falta. Alguien falta. Fantasmas que me visitan en sueños...

lunes, noviembre 16

Etiopía

     «Perdón, pero quieren que vaciemos la casa este fin de semana. El comprador parece decidido a mudarse.» Me decía desde el otro lado de la línea. Recordé entonces la última vez que la vi, hacían ya cinco años de eso. 

     Juana me miraba, con sus ojos color café y su amplia sonrisa, estaba tan hermosa, tan adorable, que nunca imaginé que palabras tan hirientes pudieran salir de sus labios. Me confesó que se sentía estancada en su vida y que quería probar nuevos horizontes. Yo por dentro pensaba que si quería algo nuevo podría cambiar la marca del dulce de leche, o saltar de un paracaídas, porque nada de lo que decía tenía sentido. Siempre sospeché que había conocido a alguien más, pero nunca lo pude confirmar. Habíamos regresado de un viaje juntos, a París, y todo parecía en orden, pero era algo falso, la relación se desmoronó de un momento a otro. Recuerdo verla marchándose de aquel bar, caminando hacia un taxi, su pelo negro como una noche sin luna, que le llegaba por los hombros, ondeaba con el viento. Era una escena tan cliché que por dentro sentí ganas de vomitar. Ella se iba y me dejaba ahí, sin muchas explicaciones y con un agujero en el pecho. Una semana luego recibí una llamada de su hermano, me dijo que Juana se había mudado a Brasil, donde trabajaría como editora en una revista. La idea era vender la casa donde vivíamos y luego cada uno se quedaría con la mitad del dinero, así de simple. Después de eso, cerré aquel lugar que había sabido ser nuestro hogar, donde habíamos depositado tantos planes y sueños y me mudé a un apartamento amplio en el centro de la ciudad. No saqué nada de aquella casa, la dejé como estaba, como un testigo mudo de lo que había sido nuestra relación. Contraté a una empleada para que fuese a limpiar una vez al mes, pero yo nunca más había vuelto a pisar aquel lugar. En medio de un mercado inmobiliario paralizado, estuve dos años esperando alguna llamada para poder deshacerme de todo aquello, luego simplemente olvidé de su existencia hasta que a los cinco años de aquella noche en la que Juana se marchó, recibí su llamada.

     «Es un conocido de papá, sus hijos se casaron y quiere buscarse un lugar más pequeño donde pueda vivir con su esposa. Mañana me tomo el primer vuelo para ahí, podríamos juntarnos a tomar un café y luego ir hasta la casa a ver que podemos hacer con las cosas. ¿Te parece?» decía Juana, como si nunca se hubiese ido. Lo decía con la misma naturalidad con la cual me hablaba cuando estábamos juntos. Le acepté la idea de ir a la casa, pero rechacé el café, no quería sentarme a hablar de nuestras vidas, prefería terminar con todo de una vez. 

     Eran las nueve de la mañana de un sábado, me encontraba en mi auto, afuera de la casa, esperándola. Siempre había tenido la manía de querer hacer las cosas temprano, yo en cambio, no paraba de bostezar y le daba sorbos a mi café, intentando no dormirme. Era una mañana de junio bastante fría. La casa se encontraba en las afueras de la ciudad, en la zona este. Estaba rodeada de árboles, que se movían de un lado a otro con el viento. Sentí el ruido de un motor que se acercaba por detrás en la calle de tierra que pasaba frente a la morada. Miré por el espejo retrovisor y vi un auto rojo acercándose y estacionando detrás de mí. Del auto bajó una mujer alta, con un tapado blanco, utilizando gafas de sol. El cabello le daba por la cintura, estaba mucho más largo que la última vez que la vi. Se quedó un rato contemplando la casa, luego emprendió marcha hacia mi auto. Me bajé, sentía frío, me dolían los huesos, no se si por el clima invernal o por estar parado frente a ella luego de tanto tiempo. 

     —Bueno. ¿No me pensás saludar? —dijo sonriendo. 
     —Perdón, es que es tan raro verte después de todo este tiempo.
     —Si, es verdad. ¿Cuánto fueron? ¿Cinco años?
     —Cinco años, dos meses y cuatro días —dije, y luego me di cuenta que sonaba un poco tonto al saberlo con exactitud.
     —¡Vaya memoria! Como siempre. ¿Vamos a entrar? Me congelo.

     Abrí la puerta y la dejé pasar primero, llevaba una cartera marrón, que dejó sobre un escritorio que estaba en el vestíbulo, dejó allí también sus lentes de sol. Era una casa de dos plantas, abajo estaban la sala, el comedor, la cocina, un baño y el vestíbulo donde comenzaban las escaleras hacia el piso superior donde habían dos dormitorios y un baño. Juana se sacó el abrigo y lo dejó en un perchero al costado de la puerta principal. Llevaba puesta una remera negra de manga larga, bastante ajustada y unos jeans blancos. La quedé observando un rato, mientras ella contemplaba las escaleras sin decir nada, miré sus curvas, recordé cuando pasaba mis manos sobre ellas, nunca una mujer me había atraído tanto, tenía un lindo cuerpo aunque no era nada extravagante, sin embargo había algo en ella que me atraía demasiado.

     —Es tan extraño volver después de tanto tiempo —se dijo en voz baja, luego me miró e hizo una mueca con los labios, la misma mueca que hacía siempre que algo le dolía y se sentía desanimada. Trató de sonreír, pero sus ojos no la acompañaron, estaban apagados, sin brillo, parecía esa risa que das cuando te están despidiendo del trabajo y tratas de mantener la calma.
     —Lo es, pero ya estamos acá, tenemos que ver que vamos a hacer con estas cosas —comenté.

     Nos fuimos hacia el living, donde estaban un sofá negro, un par de sillones y la mesa, donde solía estar la televisión. Al entrar comencé a recordar nuestras tardes de domingo allí sentados, abrazados, mirando películas. Miré los sillones, y la alfombra, recordé todas las veces que hicimos el amor en aquella habitación, también recordé algunas peleas.

     —¿Te acordás cuándo nos quedábamos horas en ese sofá? —me preguntó, como si pudiese leer mis pensamientos.
     —Si, recuerdo mirar películas abrazados —dije.
     —Se me vienen a la mente mil memorias.
     —Si, a mi también, es como si cada rincón tuviese un recuerdo, o varios, no lo se explicar. El sofá, los sillones, la alfombra.
     —Mejor no hablemos de lo que pasó en esa alfombra —me interrumpió y luego me guiñó el ojo.

     Ninguno quiso quedarse con nada, acordamos que contrataríamos un camión para que se lleve las cosas y las donaríamos a alguna ONG. Continuamos la recorrida por la cocina, donde hablamos de como apenas la usamos dado que a ninguno le gustaba cocinar, vivíamos prácticamente del delivery. Con cada comentario que pasaba nos distendíamos más, entrábamos en confianza y todo se sentía extraña y dolorosamente familiar, como si nunca hubiese pasado el tiempo. Incluso cuando vimos las cosas del baño bromeamos sobre la vez que intentamos tener sexo en la ducha y Juana terminó con un desgarro en el muslo. Parecía que nunca se hubiese ido, parecía que en aquella casa el tiempo se hubiese detenido durante cinco años y aquel día se hubiese puesto en marcha otra vez. Juana de a ratos sonreía y me miraba con sus ojos, que ahora brillaban, parecía que estuviese mirando un monumento, parecía que estuviese fascinada con lo que veía, sin embargo yo no era nada especial ni nada admirable, pero ella me miraba así, y nunca otra mujer me miró de la misma forma.

     —¿Por qué te fuiste? Nunca lo entendí —le dije de la nada. Estábamos en nuestra antigua habitación, la cama de dos plazas estaba tendida, como si siempre hubiese estado esperando nuestro retorno. En las paredes aún quedaban fotos de nuestros viajes por el mundo, todo estaba en su lugar, nada había cambiado.
     —Vení —dijo mientras se acostaba en la cama, en el lado que siempre había sido su lado,— creo que tenemos que hablar.
     Me acosté a su lado y la miré a los ojos por un rato, sus labios, rosados y carnosos, estaban a pocos centímetros de los míos, me pregunté si sus besos se sentirían igual que antes.

     —Me fui porque pensaba que no quería esta vida, era muy perfecta y yo sentía que quería un cambio —dijo, cambiando la mirada hacia abajo.— Estaba segura que sería feliz si me alejaba de todo, pero con cada paso que daba me sentía más miserable que antes.
     —¿Por qué no volviste? ¿Por qué no dijiste nada? —pregunté atónito, no esperaba esa respuesta de ella, siempre había imaginado que su vida sin mí era perfecta, que tendría todo lo que siempre había soñado.
     —Pensaba que me odiabas. Te rompí el corazón en mil pedazos. Me fui de un momento a otro, pensé que no querrías verme más —dijo con los ojos mojados.
     —Si, tu partida me devastó. Se sintió como si alguien arrancara un pedazo de mí. Fue una de las cosas más duras que me tocó superar. Te odié, luego te extrañé, luego volví a odiarte, y así estuve por meses. Estuve mal, salía con otras chicas y me sentía vacío por dentro, sin esperanzas de volver a construir algo como lo que teníamos. Todo era caos, hasta que un día me levanté y me di cuenta que ya no dolía, ya no te odiaba ni tampoco te extrañaba, no sentía nada. Creo que necesitaba tiempo, y al final entendí que tampoco estábamos bien, peleábamos mucho durante las últimas semanas. 
     —Si, lo se. No digo que estuviésemos bien, pero haberme ido es algo de lo que me arrepiento todos los días. Yo estaba ahí, lejos de todo, cumpliendo mis sueños, logrando metas que me había propuesto, pero me daba cuenta que cada vez que lograba algo miraba hacia un costado esperando que estuvieses ahí conmigo. Te extrañé desde el primer día —confesó mientras un par de lágrimas contorneaban sus mejillas blancas.
     —¿Hasta ahora?
     —Si, aunque siempre estaba la duda de como iba a ser volver a verte. No sabía que era de tu vida, ni si estabas con alguien más.
     —No, no hay nadie en este momento —dije, mientras miraba sus labios otra vez.
     
     Nos quedamos acostados mirando al techo unos quince minutos, ninguno habló, lo único que se escuchaba eran nuestras respiraciones. Me giré hacia su lado, ella hizo lo mismo y nos quedamos mirando. Sentí algo en el pecho, algo que hacía tiempo no sentía. Miré su cuerpo, sus labios, sus ojos, todo me invitaba a acercarme más.
     
     —Es tan raro — dijo, interrumpiendo mis pensamientos,—  siento como si el tiempo no hubiese pasado nunca. Es como si me hubiese ido a Brasil pero nada de eso hubiese pasado. No recuerdo como fue nuestro último día juntos, ni tampoco se como fue nuestro último beso, ni la última vez que hicimos el amor. En un momento estaba abrazándote y de repente estaba en otro país, con otro trabajo y con otra vida. Pero todo eso, esos cinco años, se sienten como si fuese un sueño, es como si acabara de despertar de golpe.
     —Nuestra última vez fue acá, en esta cama, la noche anterior a tu partida. Luego de que terminamos, nos fuimos a dormir, pero te escuché llorar, intentabas hacerte la dormida, pero no podías disimularlo, sabía que algo andaba mal. Al día siguiente me lo contaste todo en aquel bar.
     —Perdón por todo eso.
     —Ya pasó, ya lo superé, no tiene sentido pensarlo ahora.
     —¿Me extrañaste?
     —Al principio si, luego dejé de hacerlo, tu te fuiste, no me quedaba otra que olvidarte.

     Nos quedamos mirándonos otro rato más, en silencio. Volví a pensar en sus labios, y en como se sentiría besarlos. Se lo dije.
     —Me pregunto si besarte se sentirá como antes —dije mientras me acercaba a su boca.
     —Que bueno, porque yo también me pregunto lo mismo —dijo casi suspirando y acercó sus labios y los apoyo en los míos. Comenzamos a besarnos muy suavemente, sentía sus labios tibios y mi corazón empezaba a latir más fuerte. Sentí su lengua jugando con la mía y mientras comencé a acariciarle la espalda, la cintura y sus muslos. Comenzaba a suspirar cada vez más fuerte, comencé a besarle el cuello y soltó un gemido. Nos fuimos desnudando de a poco, casi sin despegarnos, no podíamos dejar de besarnos, era como si nuestros cuerpos estuviesen invadidos por un magnetismo que estuvo dormido durante años. Hicimos el amor, lo hicimos como si fuese nuestro último día en la Tierra, como si luego de esa vez todo dejara de existir. No se cuanto tiempo estuvimos haciéndolo, era como si esa habitación fuese un universo paralelo donde el exterior no tenía efecto, afuera era invierno y hacía frío, pero adentro todo era calor. Terminamos y nos quedamos abrazados, nuestros cuerpos sudaban mucho.

     —¿Seguís preocupado por el sistema de transporte que usan en Etiopía? —me preguntó mientras la abrazaba.
     —¿Eh? ¿Por qué esa pregunta? —dije, un tanto confuso.
     —Es que me estaba acordando de cuando vivíamos juntos y siempre te interesabas por temas raros. A mi me aburrían, pero siempre me maravillaba con que supieras esas cosas que para el resto del mundo pasaban de ser percibidas. Nunca nadie más me comentó del sistema de transporte de Etiopía.
     —Bueno, siempre me gustaba saber esas cosas. Vos también tenías tus particularidades, cosas que me encantaban.
     —Éramos el uno para el otro —suspiró mientras miraba al techo. Luego me besó, estuvimos besándonos durante varios minutos, como si fuese lo único que supiésemos hacer en esta vida. Tuvimos relaciones una vez más, parecía que no queríamos que terminara ese momento.   

     Después de un par de horas de pasión, nos pusimos nuestras ropas y comenzamos a recorrer la casa de nuevo. Por momentos la abrazaba y quedábamos de pie, sin movernos, yo con mis brazos alrededor de su cintura y ella con la cabeza apoyada en mi pecho. 

     —Quiero mirar todo una última vez, quiero guardar en mi mente cada detalle, cada rincón de esta casa. Quiero guardar cada rincón de tu cuerpo también, quisiera nunca más olvidar todo esto —me dijo con los ojos en lágrimas. 
     —Yo tampoco quiero olvidar nada —le respondí. Me preguntaba que pasaría luego, que sería lo siguiente. ¿Volveríamos a vernos? Nuestras vidas habían cambiado tanto que ni siquiera sabía como procesar todo aquello. Solo había una cosa de la que estaba seguro, lo que sentíamos no tenía comparación con nada, era algo tan fuerte que quemaba. 

     El camión iría a buscar las cosas al día siguiente, nos llevamos las fotos que encontramos solamente. La acompañé a su auto, nos besamos una vez más, no quería dejarla ir, pero tampoco sabía como decirle que se quedara. Creo que por su mente pasaban los mismos pensamientos porque cada vez me apretaba más contra ella.

     —Me gustó verte. Te voy a extrañar, prometeme que te vas a cuidar —dijo Juana en voz baja.
     —Lo prometo —le respondí.
     —Si algún día vas a Brasil, buscame y podemos tomar ese café que te pedí, nunca me lo aceptaste —comentó.
     —Me parece bien, aunque prefiero volver a hacer esto que tomar un café.
     —Opino igual, pero aún así, me gusta hablar contigo también. Me tengo que ir —y se subió a su auto.


     Volví hacia mi vehículo y miré como ponía en marcha el motor del suyo, noté como una vez más caían lágrimas en su mejilla. Maniobró para poder salir por el mismo lado por el que vino. Hacía frío de nuevo, sentía como se me congelaba todo el cuerpo, o tal vez era esa sensación de ver una vez más irse a la mujer que amo.

lunes, noviembre 9

El loco

     El loco iba caminando, siempre con la mirada baja y una pila de hojas bajo su brazo. Era alto y tenía el cabello largo y desaliñado, las canas ya cubrían gran parte de su cabeza. Nadie sabía exactamente su edad, algunos decían que rondaba los sesenta años. Sus ojos eran oscuros y grandes, tenía una mirada profunda, aunque rara vez miraba a alguien a los ojos, por lo general iba de un lado a otro mirando al suelo. Vestía siempre jeans, zapatillas negras de lona, y una camisa blanca. Pertenecía a un pabellón donde estaban las personas depresivas pero no violentas.

     En la habitación del loco había una cama, no compartía el cuarto con nadie, tenía un escritorio lleno de hojas en blanco y una pluma negra que usaba para escribir cuando se sentía inspirado. Las paredes solían ser blancas, pero ahora se encontraban cubiertas casi en su totalidad por cartas o notas con una caligrafía muy delicada y suave, todo lo contrario a las notas del loco, que eran poco legibles en el primer intento. A los pies de la cama descansaba una guitarra negra, al loco le gustaba tocar canciones de los Beatles de vez en cuando, no era su banda preferida, pero siempre recuerda como ella le pedía que tocara esas canciones todo el tiempo. «Me pedía que tocara todo el Álbum Blanco, de principio a fin. ¿Se imagina lo difícil qué es eso? Al principio era un desastre, sin embargo ella sonreía y decía que sonaba hermoso,» contaba un día el loco a un enfermero que venía a entregarle su medicación.

     «Serían aproximadamente dos mil quinientas hojas, entre cartas y poemas. Aunque muchas veces empezaba a escribir algo y lo tiraba porque me acordaba que ya le había dicho eso hace un mes. Usted verá que escribirle a una mujer a veces es complicado» le decía tranquilamente a un médico que miraba con asombro las hojas que llevaba siempre consigo. El loco comía poco y rara vez dormía, cuando no estaba caminando por los pasillos de la clínica, se encontraba escribiendo o tocando la guitarra, algunas otras veces se sentaba en el patio y cerraba los ojos mientras los rayos de sol le iluminaban las arrugas que el pasar del tiempo le había dejado en la cara, otras veces se iba hasta entre los árboles a fumar en silencio.

     Una vez alguien le preguntó a quien le escribía tanto, y con los ojos en lágrimas decía «a la Luna, dijo que un día iba a venir a buscarme, yo la estoy esperando», aunque en los registros nunca figuró una tal Luna, ni ninguna mujer que lo haya visitado, llamado o escrito algo. Todas las cartas que tenía las había traído el primer día. «Ella era hermosa, blanca, muy blanca y con los ojos grandes como dos faroles. Usted sabe que de todas las mujeres con las que he compartido el lecho, ninguna me volvió tan loco como ella. Yo era feliz cuando la tenía entre mis brazos, yo la amaba, pero ese amor luego se volvió mi infierno. Ah, mi padre me decía "hijo, el amor es cruel, usted le da el corazón a una mujer y ella lo primero que hace es exprimirlo." Yo pensaba que eran sandeces, el viejo, que en paz descanse, vivía solo y amargado, yo pensaba que era su rabia hablando por él, pero verá que siempre tuvo razón», se lo escuchó decir una vez en el comedor, mientras jugaba con el puré de manzanas que acompañaban a las milanesas que servían ese día.

     En las mañanas de primavera, solía escribir en el patio, sobre una mesa que estaba al lado de una fuente de piedra gris, «me gusta este lugar, porque me recuerda a la plaza donde nos dimos nuestro primer beso, una fría tarde de otoño, nunca me había sentido tan nervioso en mi vida, y sabrá usted que a mi las mujeres nunca me intimidaron, pero ella tenía algo distinto, era como estar al lado de un astro, tenía luz propia, y de tanta luz terminé ciego y quemado,» le explicaba a un jardinero que podaba un arbusto a su lado.

     «Ella me dejó cuando más la necesitaba, o eso creía yo. Usted verá que el amor es una cosa, es algo lindo, algo que usted disfruta y siente plenitud en el alma. El amor es tibio, no quema, pero agrada. Esto que me pasaba era deseo, era algo más peligroso que el amor. Era algo que quemaba por dentro, que hacía arder el estómago y temblar las piernas. Tocar su piel era algo que anhelaba día y noche, adoraba su cuerpo desnudo junto al mío, la extrañaba al punto del desespero. Cuando estábamos juntos explotábamos, éramos una bomba, o un puñal, algo que lastima, pero lo peor es que uno disfruta mientras la herida va creciendo. Aquello, que nosotros decíamos hacer el amor, no era amor, era cruel, era egoísta y nos estaba matando. Ella se dio cuenta antes y se marchó sin ningún rasguño, pero yo ya estaba condenado. La lloré mil noches, no lo entendía, mi vida se sentía mejor sin ella, sin embargo la necesitaba. Creo que de todas mis adicciones, esa mujer era la más grave. Verá que yo fumo de vez en cuando y también me gusta tomar, pero esto es distinto, mire como terminé», respondió un día a un psicólogo que quería saber más sobre las cartas. El loco miraba al terapeuta y de ratos le daba una calada a su cigarrillo. «Y ahora me tiene acá, escribiendo mil cartas que no son mías, porque son suyas. Ella se llevó todo lo que tenía y aún veinte años después lo sigue haciendo. No hay día en el que no intente escribir otra cosa, pero siempre, todo, termina siendo algo sobre ella» decía y luego le daba otra calada a su cigarrillo. Soltaba el humo muy despacio, con desgano y suspiraba.

     El loco murió sereno, en una noche de Luna llena. Tenía la ventana de su habitación abierta y los rayos color plata le iluminaban el rostro, que por fin demostraba alivio. Entre sus manos encontraron una última carta, sin terminar, dedicada a esa misma mujer que lo había atormentado y enamorado por tantos años. El loco terminó su vida siendo eso, un loco. Cuando limpiaban su habitación, contaron tres mil once cartas y ochocientos seis poemas. Habían rumores que decían que esa misteriosa dama era su primer amor, otros contaban que era una mujer casada y por eso la relación era tan inestable y cruel, algunos decían que el loco era quien estaba casado, a pesar de los rumores nadie sabía la verdad. Luna pasó a ser una leyenda urbana entre los pasillos de la clínica y el loco el recuerdo de que a veces el amor cuando no se muere, mata.
   

     Lo sepultaron en las afueras de la ciudad, ningún familiar pudo ser contactado, por lo tanto su velorio fue corto y solo fueron algunos funcionarios que lo recordaban con cariño. Dicen que cada año, en alguna fría tarde de otoño, aparecen flores blancas junto a su lápida, flores blancas como la Luna. 

viernes, julio 10

Vestido azul

     ¿Bonita, cuánto hace que no nos besamos? ¿Una semana? ¿Un mes? No lo sé, pero se siente como si fuesen años. Extraño el sabor de tus labios más que nunca, extraño tus caricias mágicas que hacían que todos mis males desaparecieran. Ayer me pareció sentir tu perfume en mi cama y lloré. Lloré porque sabía que no ibas a entrar esa noche con tu sonrisa de oreja a oreja, como solías hacerlo. Te extraño mucho.

     El café ya no lo bebo como antes, le falta tu dulzura, me sabe a nada. Extraño tu risa, mi casa es un lugar triste desde que no estás acá, como una tragedia. Extraño tu humor ácido y tu forma especial de ver al mundo. Extraño como simplificabas todos mis males, los ahuyentabas. 

     Bonita, ayer vi una foto nuestra, nos veíamos muy felices. Vos estabas con tu vestido azul, ese que tanto me gusta, te veías hermosa, parecías una princesa. Nuestras sonrisas en esa fotografía eran especiales, creo que nunca sonreímos tanto estando separados. Quisiera poder volver a sonreír así, contigo.

     Me pongo a pensar y recuerdo el día que le ganamos al frío. Cuando a pesar de que aquella noche de agosto la temperatura fuese cercana a cero, nosotros nos quedamos mirando las estrellas y besándonos. Fue nuestra primer salida juntos. Te di mi abrigo y nos abrazamos por horas. ¿Te acordás de la buena vibra? Según nos dijeron vos y yo nacimos para estar juntos.

     ¿Te acordás de aquel beso que nos dimos mientras nos cantaban? Fue uno de los besos más especiales que tuvimos. Recuerdo la letra de aquella canción y cada parte de ella describe lo que siento por vos. De verdad no quisiera perderme nada más de tu vida, no quiero ni cerrar los ojos estando a tu lado.

     Podría seguir enumerando recuerdos y cosas que vivimos, pero ya las sabés. Creo que más que nada necesito decirte que te quiero en mi vida, no me gustaría pasar un día más sin vos. Perdoná por haberte fallado, cometí un error enorme y lo quiero reparar. ¿Vamos a construir algo magnífico? Quiero más abrazos en la playa, besos en el frío y noches que deseamos que no terminen nunca. Quiero que seas parte de mi vida y yo parte de la tuya. Quiero compartir sueños, metas y derribar obstáculos a tu lado. Te amo y siempre te amé. 

     Bonita, yo voy a estar esperando ese beso que tanto extraño. No te demores. 

sábado, julio 4

El viejo, el perro y las camelias

Jacinto acaba de terminar un día más en la fábrica donde trabajaba desde hacía ocho años por un sueldo mínimo. A sus setenta años, no le quedaba otra que aguantarse estar diez horas frente a una línea de producción rezando para que nada salga mal y tenga que intervenir. Jacinto no trabajaba porque quería, hace diez años su esposa Amapola se había muerto luego de una larga batalla contra el cáncer. Además de toda la tristeza y el desgaste físico y psicológico que había cargado consigo, la muerte de su esposa también le había traído un sin fin de deudas por gastos médicos y el servicio fúnebre. Todos sus ahorros de años se habían diluido de un momento a otro, se esfumaron y lo dejaron a Jacinto solo y en la ruina. Pero no era el dinero lo que lo hacía sentirse miserable, tampoco era tener que trabajar a pesar del dolor que sentía en todas sus articulaciones. A Jacinto lo que más le partía el alma era despertar y no tener a su amada consigo, era llegar a casa y no sentir más el aroma a sus comidas, ni escucharla cantar mientras regaba las plantas del jardín. Amapola había sido la única mujer que había amado, tenían dos hermosas hijas pero se hallaban lejos, cada una con su familia, hablando idiomas distintos y sin lugar para un pobre viejo. Jacinto no se quejaba, tampoco había sido un gran padre con Fernanda y Lucía, pero las había amado con toda su capacidad.

     Jacinto era huraño, siempre estaba de mal humor y siempre veía todo de color gris. Para él la vida era una seguidilla de sufrimientos con leves momentos de felicidad. Sin embargo había creído en el amor, lo había sentido al lado de su fallecida esposa. Todos los domingos iba al cementerio a llevarle camelias, sus flores preferidas. Se paraba frente a su tumba y lloraba en silencio durante varios minutos, luego le recitaba un poema de Benedetti, su escritor preferido, y le contaba cómo iban las cosas por la casa, como estaban los vecinos y le decía lo mucho que la extrañaba en su vida. Es que si había un momento en el cual se podía expresar, era ahí, luego de cruzar la puerta del camposanto se volvía frío y amargado.

     Hacía unos años se había comprado un perro labrador, le había puesto Rocinante, en honor al libro que más le había gustado leer en sus años de juventud. Rocinante era su único compañero y amigo, siempre estaba feliz, moviendo la cola de un lado a otro y corriendo por toda la casa. En ese momento la vida de Jacinto se dividía en trabajar, ir al cementerio y pasar tiempo con su fiel camarada. A veces se sentaba a tomar mate y le contaba historias sobre Amapola. Le decía cómo se habían conocido, cómo se las había ingeniado para invitarla a salir y cómo le había dado su primer beso en una fría noche de agosto. Otras veces le cantaba las canciones que ella le cantaba a él y le decía el significado de cada una y la razón por la cual Amapola las cantaba, un tango que sonaba el día que se conocieron, la música que escucharon luego de hacer el amor por primera vez, la canción de su boda; y la más triste de todas, que sonaba cuando ella dijo sus últimas palabras en este mundo. Ese momento en especial lo recordaba casi todas las mañanas cuando miraba al lado vacío de la cama y lloraba en silencio. Amapola lo había mirado a los ojos y le había dicho "prometeme que nunca vas a dejar de cantar, te amo." Luego se dieron un último beso y se recostó en su pecho hasta que luego de un suspiro escuchó como el corazón de su amada dejaba de latir.

     Rocinante le había devuelto la sonrisa a su rostro, le había dado un motivo para seguir adelante. Lo sacaba a pasear seguido por el barrio, le gustaba llevarlo al parque, donde solía dar largas caminatas con su esposa. No lo veía como a un simple perro, era parte de su familia, la única que le iba quedando. A la noche, cuando se sentía más solo, dejaba que su amigo peludo durmiera en la habitación. No se sentía tan solo cuando estaba cerca.

     Se encontraba arribando a su morada cuando notó algo extraño, no sintió los ladridos de Rocinante que siempre lo escuchaba cuando venía a una cuadra de distancia y se alborotaba esperando recibir a su amo con toda la energía del mundo. Pensó que estaría durmiendo o entretenido con alguna mariposa o algún pájaro en el patio. Se adentró a la vivienda gritando su nombre, pero nadie respondía. Caminó hasta el patio y lo buscó bajo todas las plantas que tenía y no lo encontró. Siguió caminando por la casa, a paso lento, pero era lo más rápido que su ancianidad le permitía, y no había rastros del perro. Entró a su habitación preocupado, pensando que se había escapado y allí lo vio. Rocinante estaba acostado sobre su cama, del lado donde dormía Amapola. Parecía profundamente dormido, una masa grande de cabellos dorados con los ojos cerrados. Se acercó y notó que aquello era mucho más que un placentero sueño, aquello era algo imposible de despertar. Su amigo de todos estos años se hallaba ahí, inmóvil, sin respirar, sin reaccionar. 


     Jacinto caminó hasta la cocina, llorando pero sin emitir ningún sonido. Dos finas líneas de lágrimas corrían por los costados de su cara y se perdían entre las arrugas de su cuello. Se sentó en el comedor, mirando a la nada, estuvo así por casi tres horas hasta que la noche se hizo presente. Solo escuchaba el ruido de las agujas del reloj, que le decían que cada segundo que pasaba se había ido para siempre, al igual que sus seres amados. Miró entonces al placard que tenía en frente, se paró y sacó un pequeño frasco que estaba al fondo, atrás de unas copas para vino. Era un envase muy pequeño, hacía años que estaba ahí y nunca había sido utilizado. Jacinto abrió el frasco y se bebió todo su contenido. Volvió caminando a la habitación, se acostó al lado de Rocinante y cerró los ojos. Sus últimas palabras fueron "pronto estaremos todos juntos." Podría jurar que había escuchado el dulce canto de Amapola, acompañada por los ladridos de su fiel amigo. 

domingo, junio 28

Una noche sin importancia

     Me encontraba ahí parado sobre la azotea del edificio. Contemplaba las luces provenientes de otras construcciones que como si fuesen estrellas trataban de adornar aquella noche lluviosa. Hacía exactamente 360 horas, o 15 días, que te había perdido. Me preguntaba si en alguna de esas estrellas a lo lejos estaría otra alma solitaria como yo. 

     El agua fría caía sobre mi cabeza y recorría mi espalda por debajo de la remera, estaba temblando pero no me importaba. Necesitaba algo que me hiciera sentir vivo otra vez, algo que me hiciera sentir cualquier cosa que no fuese vacío. 

     Es que en ese momento cualquier sentimiento se volvía tentador, dado que era incapaz de sentir nada más que tu ausencia. Era desesperante tener un agujero en el centro del cuerpo, justo donde hubiese estado el corazón. Ahí ya no se sentía nada, juraría que ni siquiera latidos. 

     Estaba entumecido, como en pausa, no sentía que el tiempo avanzara pero aún así sabía que hacía dos semanas aún podía sentir cosas y ahora ya no. 

     A veces buscaba torturarme imaginándote feliz con otra persona, imaginando como sonreías en brazos de otro, por el simple hecho de que eso me generaría dolor y me haría recordar que seguía vivo. Es morboso, lo se, pero cualquier cosa que me hiciera salir del letargo me servía de ayuda.

     A mis pies la ciudad seguía su curso, a nadie parecía importarle mi patética situación. Nadie miraba hacia arriba a contemplar mi espectáculo. Todas las parejas que caminaban sobre la acera me daban asco, me revolvían el estómago. Pero en el fondo deseaba estar en su lugar, estar caliente entre tus brazos y no allí parado, congelándome con la lluvia.

     ¿Dónde estarías tu ahora? ¿Estarías en alguna fiesta coqueteando con alguien más? ¿Estarías en tu casa llorando y en un estado parecido al mío? ¿Estarías con alguna amiga odiándome? Ya no entendía nada. No sabía como había logrado convertirme en ese monstruo que había roto tu corazón. Porque si de algo soy culpable es de no haber hecho nada para evitarlo.

     ¿Estaría viviendo mi propio karma? ¿Acaso la vida toma venganza haciéndote sentir miserable? ¿De eso se trata todo? Mi cabeza se sentía pesada, mis manos temblaban, mi estomago se retorcía sobre si mismo, pero mi pecho se negaba a sentir algo. 

     La lluvia comenzaba a parar y las nubes se movían dejando ver en el horizonte los primeros rayos de Sol de la mañana. Decidí entonces volver a mi habitación, ya encontraría alguna otra distracción luego. Ya volvería a sentir algo algún día, pero no sería allí sobre la terraza, ni mucho menos aquella noche. 


jueves, junio 25

Pasa, todo pasa.

—¿Sabés una cosa? —me dijo el viejo mientras revolvía su café.— Todo pasa, la vida pasa, el dolor pasa, incluso el amor a veces pasa. 

***

     Empecé a recordar entonces el primer momento en el que nos vimos, en medio de tantas luces. Ella estaba contra una barra, llevaba puesto un abrigo violeta y me miraba tímidamente mientras tomaba agua mineral, si, estaba tomando agua mineral en un pub. Podría jurar que todo se detuvo allí y que de pronto todos los clichés tuvieron sentido para mí. Creo que la vida te da una especie de guiño cuando alguien va a ser muy importante en tu vida, pero es cruel y no te deja saber cuando ni de que manera, te deja con la sensación de que algo va a pasar y te hace sufrir con la espera.

     Entendí en ese momento que el magnetismo y la química entre las personas es algo muy real, nunca me había pasado de tener tanta facilidad con alguien. Era como si la conociera de toda la vida, como si pudiese contarle todo lo que pensaba y supiese que todo iba a estar bien. 

    Me acuerdo la primera vez que fuimos a la playa, ella me invitó luego de que le dijera que hacía mucho tiempo que no veía el mar. Estábamos los dos sentados en la arena, sin hablar, mirándonos, luego mirando al agua. A ella le gustaban los libros de Tolkien, pero me dijo que quería leer más a Fitzgerald. Le había aburrido Coelho y aún no conocía lo que escribía yo. Me encontraba por primera vez en mucho tiempo lejos de casa, del caos y de los problemas. Me había olvidado por unas horas de la soledad y la tristeza. Me encontraba ahí, ante una mujer que hace poco era una extraña, contemplando el paisaje y deseando no volver nunca. Siempre me pregunté que habrá pensado ella. 

     Le gustaban los musicales, el rock y hasta el country, era libre e independiente y eso me fascinaba. Soñábamos con ir juntos a Nueva York, comer pizza y tomar cerveza. Era capaz de convertir en simple hasta el más grande de mis problemas, le daba un sentido a todo y hacía que lo malo se desvaneciera. 

     Conocí sus abrazos en una noche fría, cuando se quedó dormida sobre mí en la vereda de un bar, estábamos los dos sentados, creo que fue ahí que me di cuenta que me estaba enamorando de ella.

     Otro día, mirando una película, sentí ganas de agarrarle la mano, poco tiempo después me confesó que ella también pensó lo mismo.

     Sus besos los conocí en otra noche fría, cuando le dije que me encantaba todo de ella.  

     Un día, sin previo aviso, me confesó que me amaba, era la primera vez que amaba a alguien. Yo también la amaba, recuerdo la timidez con la que me lo dijo, era algo nuevo para ella. 

     Me prometí a mi mismo que nunca la lastimaría, y que tampoco la iba a defraudar. Me prometí que haría hasta lo imposible para estar siempre juntos. Me encantaba verla reír, me encantaba como besaba, como me abrazaba y lo bien que me sentía al verla feliz. 

     No se como ni cuando me empecé a olvidar de las promesas. No se en que momento la lastimé con mi forma de ser. No se porqué discutimos la primera vez, ni tampoco la segunda. No recuerdo el motivo de sus lágrimas. Todo sucedió rápido. 

     En algún lugar del camino la cama comenzó a sentirse más fría, como si no hubiese nadie más allí. En algún momento miré hacia otro lado y pensé en correr en vez de quedarme. 

     Lo que si recuerdo es el dolor que sentí al ver que le estaba rompiendo el corazón en mil pedazos. El mío sufría por igual. Me acuerdo de su rostro, inexpresivo e incrédulo al decirle que no me sentía bien con nada. Me acuerdo como ignoré a la voz que me decía que iba a cometer el error más grande de mi vida. Me acuerdo como me paré y me fui. Me acuerdo del frío que hacía que mis huesos dolieran. 

     El tiempo se detuvo ahí, pero yo no me di cuenta. Todo pasó de ser una película a convertirse en una foto a blanco y negro. Estática, sin vida, sin sonido. El frío nunca se fue, ni tampoco amaneció, todo es noche y todo es ella, su imagen, su recuerdo. Yo me fui y ya no puedo volver, me quedé atrapado en una especie de limbo, una especie de mundo cruel y patético. 

 ***

     El viejo me estaba mirando fijamente. Me conocía tanto que sabía exactamente en lo que pensaba.

—¿Pero cuánto tarda en pasar todo? ¿Cuándo va a dejar de doler? —le dije.
—Todo pasa, menos los recuerdos. Los recuerdos quedan para siempre. En algún momento dejan de doler y empezás a sonreír. No se cuando, nadie lo sabe. Pero... ¿Vos estás seguro qué diste lo mejor de vos, pibe? ¿Estás seguro que es el final?

***


Pasa, todo pasa, pero los recuerdos siempre van a estar.

viernes, junio 19

Flaca II

¿Flaca, te acordás de aquella esquina? Si, la que tiene un escalón, donde nos sentábamos a soñar. La que está a la vuelta de donde vendiste tu alma y yo creí en hadas. Era una esquina especial, cerca del fin de mi mundo y del comienzo del tuyo. Estaba próximo también de aquel lugar donde casi fue nuestro primer beso, donde el tiempo me hizo una mala jugada, donde luego tuve mi revancha. También allí, no tan lejos, estaba la cima de nuestro mundo, donde pudimos contemplar al resto de la gente y prometimos que no seríamos como ellos. En esa esquina compartimos historias, nos contamos nuestra vida y nuestros secretos. Allí mismo nos besamos infinitas veces y otras lloramos.

¿Flaca, alguna vez volviste a pasar por allí? Yo pasé ayer a la tarde y nos vi sentados. Estábamos con ojos brillosos, mirándonos, como si nada más existiera. Estábamos tan jóvenes e ingenuos que no notamos que todo alrededor de desmoronaba. Traté de gritarnos pero ninguno escuchó.
 
¿Flaca, te acordás del café? Me acuerdo el café que hacías, fuerte y amargo. Me acuerdo que nunca bebimos un café en esa esquina y tal vez eso es lo que nos falta. Ya escribí tantas veces, estoy cansado y aturdido, quiero irme a dormir Flaca. ¿Vendrías a dormir conmigo? Siento que mis palabras se pierden en el viento a veces, siento que la soledad no es tan buena como pensaba pero que la necesito. El café de a uno sabe distinto, se siente vacío y no es especial. 

¿Flaca, me perdonarías la vida? Yo soy así, una especie de tiro al aire, sin rumbo fijo. Soy cambiante, me gusta el frío, pero también me gustan tus ojos y tu sonrisa. ¿Por qué desperdicié de apreciarte tantas veces? A veces hago garabatos con forma de tu cara en mis libros y los miro fijo, imaginando que me sonreís. Otras veces te dibujo en las ventanas empañadas, y también trato de buscarte entre nubes. 

¿Flaca, estás ahí? ¿Estás en algún lado? ¿Ya te fuiste? Yo estoy acá, pasando seguido por aquella esquina mágica, esperando que tal vez sea todo un sueño.

Nos vemos, Flaca.  


martes, junio 16

Muchachita extranjera

Muchachita de afuera,
sos casi una extranjera
con tus palabras raras
y tu peculiar manera.
Me pregunto a donde irás tan arreglada
y si hay alguien que te espera.

Pequeña de tierras lejanas,
hermosa a tu manera.
¿Sabías en el fondo todo lo que me generas?

Ojos grandes y brillantes,
cabello oscuro y muy largo.
Todo suena a cliché pero
me sacaste de mi letargo.

Me gusta como caminas,
me gusta como bailas,
me gusta como miras.
¿Te gustará a tí mi mirada?

Muchachita risueña
me enredo en mis palabras.
Hay un largo camino que lleva tu casa.
Si algún día decido partir,
me esperarás tan arreglada?

lunes, junio 15

Había una vez amor

Había una vez amor 
y lo matamos, lo maté.

Había una vez una pareja bajo el Sol
y se los llevó la tormenta.

Había una vez un pájaro
y decidió no volar más.

Había una vez consuelo
y le ganó la angustia.

Había una vez miradas
pero nos volvimos ciegos.

Había una vez abrazos
pero ya no significaban nada.

Había una vez pasión
pero apareció el frío.

Había una vez risas
y se volvieron llantos. 

Había una vez confianza
pero nos enmudecimos.

Había una vez cariño
y se convirtió en odio.

Había una vez un sueño
y desperté.

Había una vez amor
pero ya no hay más.

viernes, junio 5

Historias: La muerte, la ambulancia y el frío - Parte I

     Todavía recuerdo el día en el cual la vida se nos fue de las manos, no es que nunca hubiésemos presenciado una muerte, pero era la primera vez que sucedía bajo nuestra responsabilidad.

     Fue durante nuestra primer semana en la residencia de cirugía, nos tocaba en el hospital más grande de la ciudad, era un sueño hecho realidad. 

     Ella, Lucía, había sido mi compañera durante casi todo el internado y fue una especie de suerte terminar juntos en la residencia. Recuerdo sus ojos verdes, grandes y brillantes mirándome en la sala de operaciones, era como si me hablara con su mirada, yo la entendía y ella me entendía a mí. Pocas veces podíamos entrar juntos a las cirugías, pero cuando sucedía, todo parecía más fácil, todo pasaba con cierta naturalidad.

     Ese día en especial, tuvimos a una paciente que había ingresado por lo que parecía ser un cuadro estomacal con vómitos. Sin embargo, al consultar con el médico de guardia pudimos constatar que esa mujer estaba teniendo un infarto y necesitaba una cirugía urgente. 

     Fue en el instante en el que el cirujano, al que estábamos asistiendo, constató que había una ruptura en una pared ventricular cuando sentimos que la arena se nos escapaba entre los dedos. A pesar de todos los esfuerzos que hicimos no pudimos salvarla. El sonido del monitor, largo, incesante, eterno, retumbaba en nuestros tímpanos y luego de apagarlo y declarar la muerte, el silencio se adueñó del quirófano, nadie se atrevió a decir nada más. Me miré las manos, mis guantes blancos estaban empapados en sangre, parte de mi ropa también estaba cubierta por ese líquido escarlata. A un costado la paciente que hacía unos minutos estaba sentada, hablando, en la puerta de emergencia, yacía inerte, inexpresiva y pálida. Sentí un enorme vacío por dentro, era la primera vez que se moría alguien en una cirugía a la cual estaba asistiendo. Lucía me miró con sus ojos, ahora llorosos, y supe que no estaba bien. A pesar de tener la mitad de su rostro cubierta por el tapabocas, sabía que estaba haciendo esa mueca que siempre pone cuando siente dolor.

     Era invierno y a pesar del frío congelante, nos encontrábamos los dos parados contra una ambulancia estacionada en el patio del hospital. Estábamos sin abrigo, solo usando nuestros uniformes color azul oscuro y la túnica blanca por encima. Su cabello largo, muy largo y negro como el carbón se movía suavemente con el viento, su rostro era inexpresivo y solo miraba al piso. Ninguno decía una palabra, sentíamos que podríamos haber hecho más, pero la realidad era distinta. No se si a todo el mundo le pesa así esa primer muerte, pero para nosotros eso era una especie de funeral. 

—¿No sentís frío? —dije, tratando de cortar el silencio.

—No, estoy bien —respondió Lucía, sin mirarme.

     La volví a mirar y sentí que tenía que decirle algo más, no soportaba verla así. Ella me importaba mucho, era una gran amiga, éramos un equipo y tenía que hacerla sentir mejor.

—Lo que pasó hace un rato... Digo, hicimos todo lo que pudimos, no te sientas culpable —le dije.

—Si, lo se. Pero... ¿Por qué se siente tan feo? —dijo con la voz temblorosa.

—No lo se, creo que es porque es la primera vez que se nos muere alguien.


     Lucía había comenzado a llorar, me sentí un poco torpe porque no sabía exactamente que hacer. Estiré mi brazo y lo pase por su espalda, tratando de calmarla. Ella se me acercó y apretó su cara contra mi pecho, llorando cada vez más fuerte. Comencé a acariciarle la cabeza y el pelo, tratando de calmarla. Levantó su cabeza, era un poco más baja que yo, y me miró a los ojos, estaba muy cerca de mi cara. Nos quedamos mirando por unos segundos que parecieron minutos. Sus ojos grandes y verdes estaban ahora más cerca que nunca, podía sentir su respiración haciéndose más fuerte. De un instante a otro nuestros labios se juntaron, sin previo aviso. Nos estábamos besando, allí, contra una ambulancia en el patio del hospital, en una fría noche de julio. Sentía sus labios tibios y su rostro húmedo por las lágrimas. Acariciaba su pelo con una mano y con la otra la agarraba de la cintura. Era como si ese beso hubiese estado guardado durante mucho tiempo, esperando la oportunidad de salir. Luego de tantas noches juntos, de tantos momentos tensos en aquel internado que parecía interminable, luego de discusiones, peleas y acercamientos, y de finalmente compartir esa felicidad absoluta e indescriptible el día que nos recibimos de médicos, estábamos cruzando la línea que separa una simple amistad de algo más. No se exactamente cuanto tiempo estuvimos así. Nos quedamos mirando otro rato más y ella ya no lloraba, me miraba seria, como si quisiera decir algo. Ninguno habló, ella titubeó pero fuimos interrumpidos por el sonido de las sirenas de otra ambulancia que estaba ingresando. Nos fuimos corriendo hasta la entrada de emergencias a esperarla.  

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