Estabas sentado en aquel sofá
negro, de cuero, cuyas dimensiones eran muy grandes para tu gusto, a pesar de
su comodidad no te gustaba que te hiciera sentir tan pequeño. Te sentías como
un niño o como si te hubiesen encogido al mejor estilo de las películas de
ficción de los años ochenta. Mirabas al techo fijamente, distraído en tu propio
mundo como siempre, imaginando que las líneas eran calles de alguna ciudad
desconocida y que los autos iban y venían sin parar, porque te gustan los autos
y las calles y desde niño fantaseabas con construir carreteras y
puentes.
—¿Vas a decir algo? Mi tarifa es por hora y sabés
bien que no es de las más baratas —te dijo una voz femenina desde el otro
lado de la sala.
La miraste y era como ver
un ángel, tu psicóloga era una mujer hermosa, tendría alrededor de treinta
años de edad. Lo que más te gustaba de ella eran sus ojos color verde tirando a
gris, que hacían juego con su larga cabellera rubia, cien por ciento natural
según ella. Vestía totalmente de blanco ese día y tomaba apuntes con
gran velocidad en su cuadernola a pesar de que tú no dijeras una sola palabra.
Te analizaba todo el tiempo y eso te daba un poco de miedo.
—Bueno, eso lo sé, con la misma plata me hago una
fiesta en el prostíbulo de la esquina —dijiste irónicamente.
—Sí, pero dudo que allá arreglen tus problemas
existenciales —te dijo con una expresión seria en su cara.
—Te ponés tan linda cuando te enojás.
—A ver, Javier, dejemos el cinismo de lado. No
estamos haciendo muchos avances, necesito que me digas más de vos.
—¿Qué te gustaría saber?
—Comencemos con algo sencillo. ¿Qué hiciste el fin
de semana?
—Fui a un bar.
—¿Podrías ser algo más específico? —preguntó
mientras iba tomando notas a una velocidad alarmante.
—Bueno, no se, estaba en casa aburrido y salí. Me
sentía solo y quería distraerme un rato. Fui hasta el bar de la esquina de casa
y empecé a tomar whisky con hielo.
En ese momento empezaste a
recordar aquella noche. Te encontrabas sentado contra la barra. Juan, el
cantinero, te servía tu sexta dosis de escocés. Ya empezabas a sentirte mareado
y tenías un poco de sueño. A partir de ese momento ya no recordaste nada,
despertaste al otro día en la playa, con los primeros rayos de Sol. Estabas
golpeado y te dolía todo, vomitaste y comenzaste a caminar de vuelta a tu casa.
***
—¿Entonces no recordás nada más? —te preguntó
la psicóloga al terminar de contarle lo que había sucedido.
—No, pero al otro día volví al bar y Juan me contó
que había peleado con otro tipo, al parecer quise levantarme a su novia.
—¿Y qué pensás al respecto?
—No sé, ni siquiera me acuerdo si era linda o
no.
—¿Volviste a tomar al día
siguiente? —preguntó.
—Si, pero no peleé con nadie ese día.
—Entiendo... ¿Cuánto hace que frecuentas ese bar?
—No sé, unos cuatro o cinco meses, casi a
diario —respondiste mirando al techo, otra vez volvías a imaginar una
ciudad sobre tu cabeza.
—¿Cuánto hace qué te dejó tu novia?
—Unos cuatro o cinco meses, no me acuerdo. ¿Estás
diciendo que empecé a tomar por su culpa?
—No, pero empiezo a ver cierto patrón. ¿No te
parece?
—Yo no tengo un problema con el alcohol.
—Nadie dijo eso —comentó mientras te miraba a
los ojos.
Comenzaste a pensar en lo que
había sido tu vida últimamente. Carla te había dejado de un momento a otro,
habías perdido todo en la facultad y ya no podías cursar nada, tu sueño de
construir puentes y carreteras se hacía cada vez más lejano. En el trabajo te
habían sancionado por llegar tarde y ya no recordabas la última vez que habías
visto a algo que se acercara a un amigo. Estabas completamente solo, tu vida se
resumía en aquel maldito bar, con su maldito whisky que tanto te gustaba y las
prostitutas baratas que siempre te encontrabas por ahí.
—Creo que me gusta cometer errores —le dijiste
a la terapeuta.
—¿Y por qué eso?
—No sé, siempre cometí errores. A veces pienso que
mi vida es un gran error. No creo que exista la felicidad, es como si esto
fuese un juego macabro donde tenés que sobrevivir.
—Aun así usas el cinismo y el humor para
esconderte. ¿Qué pasa?
—Me duele, todo el tiempo —dijiste mientras
pensabas en tu ex novia.
—¿Qué te duele?
—Todo, las piernas, la espalda, la cabeza, el
pecho. Y a la vez siento un vacío inmenso que no logro llenar nunca. Y estoy
convencido de que nunca lo haré, eso que todos buscan, eso que todos dicen que
es la felicidad no existe. La vida es una condena, desde que nacemos estamos
esperando a la muerte, tratando de pensar cuando decidirá venir a buscarnos y
nos refugiamos en cosas banales para distraernos de ese pensamiento. Pero en el
fondo estamos condenados desde un principio. ¿Amor? ¿Dinero? Esas cosas tienen
fecha de vencimiento y cuando se terminan nos damos cuenta que todo es una
ilusión.
Tu psicóloga te miró fijo por
unos momentos y dejó de tomar notas. Esbozó una leve sonrisa en su rostro.
—Bueno, al fin hacemos progresos —dijo.
—¿A qué te referís?
—A que te estás desahogando, eso es
bueno —respondió con suavidad.
—Pero no me siento aliviado. Aún siento dolor y
sigo pensando que todo esto es un error. Solo me resta sobrevivir, seguir
fingiendo que soy parte de esta farsa llamada sociedad.
—¿Por qué no tenés amigos? —preguntó.
—Porque no existen, porque todo el mundo finge y
nadie se muestra tal cual es. Todo el mundo miente.
—No es la primera vez que escucho esa frase.
También te puedo decir que vos no permitís que se acerquen, noto que alejás a
la gente.
—¿Por qué querría compartir la miseria con alguien?
Soy una máquina de cometer errores, no quiero compartirlos con nadie.
—Entonces te importa la gente...
—¡No! ¡Solo me importo yo! Soy egoísta,
manipulador, uso todo lo que está a mi alcance para seguir sobreviviendo. Por
eso ella me dejó, por eso perdí todo lo que tenía—la interrumpiste. Estabas
comenzando a alterarte.
—Pero no estás sobreviviendo —te dijo, de
nuevo con un tono muy suave.
—¿Qué decís? No entiendo porque vine —dijiste
con enojo.
—Estás acá porque no estás sobreviviendo.
—¿Cómo que no estoy sobreviviendo?
—Javier, date cuenta, no estás
sobreviviendo —volvió a decir.
—No te entiendo.
—Mirá a tu alrededor —dijo mientras giraba su
cabeza de un lado a otro.
Miraste hacia los costados y
notaste que los muebles te eran familiares. No estabas en un consultorio,
estabas sentado en el living de tu casa. Volviste a mirar hacia donde estaba la
psicóloga y la silla estaba vacía.
Te pusiste de pie y caminaste
hacia el armario, abriste una botella de escocés y te serviste. Mientras lo
hacías miraste hacia el espejo que estaba del otro lado de la habitación. Tu
nariz estaba sangrando, te limpiaste y comenzaste a beber.