Jacinto acaba de terminar un día más en la fábrica
donde trabajaba desde hacía ocho años por un sueldo mínimo. A sus setenta años,
no le quedaba otra que aguantarse estar diez horas frente a una línea de
producción rezando para que nada salga mal y tenga que intervenir. Jacinto no
trabajaba porque quería, hace diez años su esposa Amapola se había muerto luego
de una larga batalla contra el cáncer. Además de toda la tristeza y el desgaste
físico y psicológico que había cargado consigo, la muerte de su esposa
también le había traído un sin fin de deudas por gastos médicos y el servicio
fúnebre. Todos sus ahorros de años se habían diluido de un momento a otro, se
esfumaron y lo dejaron a Jacinto solo y en la ruina. Pero no era el dinero lo
que lo hacía sentirse miserable, tampoco era tener que trabajar a pesar del
dolor que sentía en todas sus articulaciones. A Jacinto lo que más le partía el
alma era despertar y no tener a su amada consigo, era llegar a casa y no sentir
más el aroma a sus comidas, ni escucharla cantar mientras regaba las plantas
del jardín. Amapola había sido la única mujer que había amado, tenían dos
hermosas hijas pero se hallaban lejos, cada una con su familia, hablando
idiomas distintos y sin lugar para un pobre viejo. Jacinto no se quejaba,
tampoco había sido un gran padre con Fernanda y Lucía, pero las había amado con
toda su capacidad.
Jacinto era huraño, siempre
estaba de mal humor y siempre veía todo de color gris. Para él la vida era una
seguidilla de sufrimientos con leves momentos de felicidad. Sin embargo había
creído en el amor, lo había sentido al lado de su fallecida esposa. Todos los
domingos iba al cementerio a llevarle camelias, sus flores preferidas. Se
paraba frente a su tumba y lloraba en silencio durante varios minutos, luego le
recitaba un poema de Benedetti, su escritor preferido, y le contaba cómo iban
las cosas por la casa, como estaban los vecinos y le decía lo mucho que la
extrañaba en su vida. Es que si había un momento en el cual se podía expresar,
era ahí, luego de cruzar la puerta del camposanto se volvía frío y amargado.
Hacía unos años se había
comprado un perro labrador, le había puesto Rocinante, en honor al libro que
más le había gustado leer en sus años de juventud. Rocinante era su único compañero
y amigo, siempre estaba feliz, moviendo la cola de un lado a otro y corriendo
por toda la casa. En ese momento la vida de Jacinto se dividía en trabajar, ir
al cementerio y pasar tiempo con su fiel camarada. A veces se sentaba a tomar
mate y le contaba historias sobre Amapola. Le decía cómo se habían conocido, cómo
se las había ingeniado para invitarla a salir y cómo le había dado su primer
beso en una fría noche de agosto. Otras veces le cantaba las canciones que ella
le cantaba a él y le decía el significado de cada una y la razón por la cual
Amapola las cantaba, un tango que sonaba el día que se conocieron, la música
que escucharon luego de hacer el amor por primera vez, la canción de su boda; y
la más triste de todas, que sonaba cuando ella dijo sus últimas palabras en
este mundo. Ese momento en especial lo recordaba casi todas las mañanas cuando
miraba al lado vacío de la cama y lloraba en silencio. Amapola lo había mirado
a los ojos y le había dicho "prometeme que nunca vas a dejar de cantar, te
amo." Luego se dieron un último beso y se recostó en su pecho hasta que
luego de un suspiro escuchó como el corazón de su amada dejaba de latir.
Rocinante le había devuelto la
sonrisa a su rostro, le había dado un motivo para seguir adelante. Lo sacaba a
pasear seguido por el barrio, le gustaba llevarlo al parque, donde solía dar
largas caminatas con su esposa. No lo veía como a un simple perro, era parte de
su familia, la única que le iba quedando. A la noche, cuando se sentía más
solo, dejaba que su amigo peludo durmiera en la habitación. No se sentía tan
solo cuando estaba cerca.
Se encontraba arribando a su
morada cuando notó algo extraño, no sintió los ladridos de Rocinante que
siempre lo escuchaba cuando venía a una cuadra de distancia y se alborotaba
esperando recibir a su amo con toda la energía del mundo. Pensó que estaría
durmiendo o entretenido con alguna mariposa o algún pájaro en el patio. Se
adentró a la vivienda gritando su nombre, pero nadie respondía. Caminó hasta el
patio y lo buscó bajo todas las plantas que tenía y no lo encontró. Siguió
caminando por la casa, a paso lento, pero era lo más rápido que su ancianidad
le permitía, y no había rastros del perro. Entró a su habitación preocupado,
pensando que se había escapado y allí lo vio. Rocinante estaba acostado sobre
su cama, del lado donde dormía Amapola. Parecía profundamente dormido, una masa
grande de cabellos dorados con los ojos cerrados. Se acercó y notó que aquello
era mucho más que un placentero sueño, aquello era algo imposible de despertar.
Su amigo de todos estos años se hallaba ahí, inmóvil, sin respirar, sin
reaccionar.
Jacinto caminó hasta la cocina,
llorando pero sin emitir ningún sonido. Dos finas líneas de lágrimas corrían
por los costados de su cara y se perdían entre las arrugas de su cuello. Se
sentó en el comedor, mirando a la nada, estuvo así por casi tres horas hasta
que la noche se hizo presente. Solo escuchaba el ruido de las agujas del reloj,
que le decían que cada segundo que pasaba se había ido para siempre, al igual
que sus seres amados. Miró entonces al placard que tenía en frente, se paró y
sacó un pequeño frasco que estaba al fondo, atrás de unas copas para vino. Era
un envase muy pequeño, hacía años que estaba ahí y nunca había sido utilizado.
Jacinto abrió el frasco y se bebió todo su contenido. Volvió caminando a la
habitación, se acostó al lado de Rocinante y cerró los ojos. Sus últimas
palabras fueron "pronto estaremos todos juntos." Podría jurar que
había escuchado el dulce canto de Amapola, acompañada por los ladridos de su
fiel amigo.