Cualquier semejanza con la realidad puede que no sea mera coincidencia

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  • norte - Mi corazón idiota, como dice la canción, pero ya no brilla. Recorro tus calles, en silencio, algo falta. Alguien falta. Fantasmas que me visitan en sueños...

viernes, septiembre 13

Historias: El tiempo

—¿La extrañás?
—Claro que si. Todo el tiempo la extraño —respondiste.

     Estabas sentado en el banco de una plaza en el corazón de la ciudad, era un día ventoso, gris y frío, muy frío. Tenías puesto tu bufanda, tu sobretodo negro y también guantes. Te gustaba mirar el vapor que salía de tu boca cada vez que hablabas, debido a la notoria diferencia entre tu temperatura corporal y la externa, te hacía recordar a tu infancia, a cuando le decías a tu vieja que eras un tren o un dragón.

     Miraste las nubes que cubrían el cielo en su totalidad, te preguntaste porque no habías aprovechado más los días de Sol hermosos que hubieron la semana anterior. Estuviste trabajando sin descanso, entrabas a las ocho y salías cuando el cielo ya se estaba oscureciendo. Solo te enterabas de lo maravilloso que estaba todo afuera por la pantalla de tu computadora y el pequeño indicador de temperatura con un Sol dibujado que aparecía en la ventana del navegador.

     Te preguntaste también cuantos libros tendrías acumulados en casa esperando a ser leídos y cuantas canciones que tenías para escuchar y poder disfrutarlas junto a un buen cigarrillo, o algún té. 

—¿Tenés un cigarrillo? Quiero fumar algo —dijiste.
—Claro, servite —te respondió quien estaba a tu lado mientras te extendía una cajilla roja repleta de tu ansiado calmante.

     Encendiste tu cigarrillo y le diste una calada, sentiste el aire cargado entrar a tus pulmones y exhalaste el humo luego de una breve pausa. Habías empezado a fumar hace un par de años, a causa del estrés que te provocaba tu ambiente laboral. Tenías que tomar decisiones importantes todo el tiempo y no sabías como manejar tantas cosas a tus tan cortos veintitrés años. Ahora tenías veinticinco y tampoco sabías como hacer para equilibrar todo.

     Te pusiste a pensar en que estaría haciendo ella, la mujer que amabas. Te preguntaste si te estaría esperando en casa con el reproductor de la televisión en pausa, pronta para mirar su serie preferida, acompañados por un par de cervezas. Te gustaba hacer eso y abrazarla fuerte y sentir el aroma de su cabello. Te sentías protegido cada vez que la tenías entre tus brazos, era raro porque ella decía exactamente lo mismo, que tu la hacías sentir protegida. 

     La habías conocido en una librería mientras buscabas un regalo para tu hermana. En cierto momento te diste cuenta que estaban los dos mirando al mismo libro y riéndose de lo gracioso que sonaba el título. Fue una escena tan tierna como infantil a la vez. Se miraron a los ojos y de cierta manera supiste que ella era especial. Tenía una mirada distinta a cualquier otra mirada que hayas visto en tu vida y según ella esa mirada era provocada solamente por tu presencia, de eso te enteraste meses después, cuando empezaron a salir.

     Volviste a pensar en tu trabajo y en cuantas cosas habías dejado por la mitad, todo iba a ser un caos el lunes siguiente. Ya te dolía la cabeza de solo pensarlo. Te agotaba demasiado, pero por alguna razón no podías dejar de hacerlo. Soñabas con un día renunciar e irte de viaje por el mundo y conocer cosas nuevas, explorar y encontrar la felicidad que tanto anhelabas. Pero no podías, simplemente te costaba renunciar, a pesar de que esa idea era cada vez más tentadora. No sabías si era por el miedo o falta de agallas, o por las dos cosas juntas.

     Tenías veinticinco años y ya te sentías con menos vitalidad que alguien de cincuenta, sentías que envejecías deprisa y que el tiempo se te escapaba de las manos. Si, tiempo, esa maldita palabra que se te vivía escapando. Si tan solo tuvieras un poco más de eso seguramente no estarías lamentándote tantas cosas.

     Miraste una vez más a tu alrededor, a los edificios y a los autos que iban y venían por la avenida. Pensaste en cuantas almas andarían por ahí cargando el mismo peso que vos y maldiciendo a todos los dioses. Te preguntaste si quedaría algún alma libre en esa ciudad, o si ya todos estarían enjaulados, castigados por la rutina, tal como tú.

—Bueno, es hora —te dijo tu acompañante.
—Me parece bien. ¿Cómo funciona esto?
—Es simple. En treinta segundos vas a venir por aquella esquina de allá —dijo mientras señalaba a la intersección que se encontraba a tu derecha, a unos treinta metros de distancia, y luego añadió— vas a cruzar la calle distraído, como de costumbre. En la avenida que se cruza, un chofer de ómnibus que viene arrastrando varias noches sin dormir a causa de problemas con su esposa y con sus deudas bancarias, va a demorar en reaccionar ante el cambio de luces en el semáforo. No va a frenar a tiempo y va a seguir de largo, justo en el momento en el que tu estás cruzando. No es su culpa, ni la tuya, son cosas que pasan.
—Me parece bien. Ojalá pudiera decirle una vez más que la amo, me encantaría poder sentir sus besos, sentir sus abrazos, y verla sonreír antes de que pase. Ella era la única que me hacía sentir bien. Ojalá hubiese tenido más tiempo.
—El tiempo, todos me dicen lo mismo.

Y así sucedió, así perdiste la vida en un fatídico accidente de tránsito. Pero quieras o no, para ti la vida se había ido terminando de a poco desde hacía mucho, exactamente desde ese día en el cual empezaste a sentir que necesitabas más tiempo para hacer las cosas y cuando dejaste de hacer lo que te apasionaba, cuando abandonaste tus sueños y te entregaste a la cotidianidad.  

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